Hace dos semanas me llegó la temida carta. ¡Me cago en todo
lo que se menea!
Yo no sé si la Inspección Técnica de Vehículos es
obligatoria en otros países, y si lo es, espero que funcione mejor que aquí.
Deberían cambiarle el nombre a: “ITV (ITP)”. Inspección
Técnica de Vehículos (Intente Tener Paciencia), porque vaya tela.
Siempre voy al Polígono Guadalhorce, llevo 24 años yendo al
mismo sitio. Hasta hoy. La culpa es mía y de la inercia, - porque cuando
conozco bien un sitio, voy como los walking dead -. Resulta que cuando llego,
han cortado la calle principal, ¡Oh, sorpresa!, están de obras. A los españoles
nos gustan las obras más que a un tonto un pito. ¿Las calles?, en obras, ¿el
metro?, en obras, ¿te compras un piso?, haces obras. El chikipiso que hay junto
al mío lo han vendido tres veces en diez años, ¿Y?, tres obras en diez años.
¡Coño!, que tiene 25 metros cuadrados y más reformas que el Monasterio del
Escorial, un día de estos se despega del edificio y sale corriendo.
En fin, no pasa nada, voy a dar un rodeo. Yo me jacto de
tener buena orientación, pero claro, pasear por estos lares, los domingos por
la tarde, para ver dónde han puesto el último almacén textil, no es uno de mis
hobbies, francamente. Así que, como no tengo ni puñetera idea de donde estoy,
me pongo a dar vueltas y a disfrutar del paisaje poligonístico. Mira por donde
me encuentro con más obras, que deben ser las primas de las que me hicieron
desviarme en un principio. No pasa nada, otro rodeo más y listo.
De repente entro por una enorme avenida desierta y me
acojono, porque yo he visto La matanza de Texas - ¡3 veces! - y,
salvo porque no está la destartalada casa, este descampado se le parece mucho
al pueblo -. Giro a la izquierda porque veo bullicio. Entro en China
Poligonotown, un montón de gente en bicicleta – eso es verídico, os podéis
pasar cuando queráis y comprobarlo -, un montón de naves con rótulos chinos,
millones de paquetes marrones tirados por las calles, – que ya serán menos,
pero me gusta exagerar, ¿por qué?, no lo sé - y mucha gente corriendo de un
lado para otro como si estuviera a punto de llegar el Armagedón. De repente pasa
uno en bicicleta, bajo la ventanilla y le pregunto chillando si sabe dónde está
la ITV. Pega un respingo en el sillín que casi se cae de boca, normal, le he
pegado un susto de muerte. Me mira con mala cara y me grita algo en chino mientras
alza el puño. Se ha cagado en toda mi estampa, fijo. No pasa nada, sigo al
fondo y a la derecha, porque, cuando busco los baños en los restaurantes, me
funciona. O eso espero, porque Las Vegas City es un peo comparada con este
polígono.
Consigo salir del ajetreado mundo del todo a cien al por
mayor, pero antes he estado a punto de estrellarme contra un coche conducido
por una china que va haciendo muchos aspavientos, está regañando al que debe
ser su marido, que se fastidie, algo habrá hecho. A mí siempre que me han
regañado me lo había ganado.
Cansada de tanta nave – esto parece Encuentros en la tercera fase,
pero sin alienígenas, o eso creo, hay quien asegura que están entre nosotros y
no me extrañaría, porque Trump es muy raro – decido aparcar el coche. Como no
consigo poner el GPS en el móvil, llamo a mi madre para que se ponga un mapa
del polígono en la Tablet y me vaya guiando. Tono, tono, tono… no responde. Las
madres y los teléfonos. ¿Se puede saber por qué cuando las llamas urgentemente
nuuunca cogen el teléfono? Que sabe que estoy en mitad de un polígono, ¡que me
pueden haber secuestrado! Luego me dirá que no estaba “cerca” del teléfono. Yo
le intento hacer entender que un inalámbrico te lo puedes llevar a cualquier
parte de la casa. Ella dice que pierde cobertura. Yo le recuerdo que no vive en
el Palacio de Buckingham. Ella me despacha diciendo que tiene que hacer la
lista de la compra. Y, ya está, así es como discutimos las mujeres de esta
familia, sin llegar a ningún acuerdo y volviendo a hacer lo que nos da la gana.
Desaparco el coche, mientras pienso en no cogerle el
teléfono a mi madre las próximas cinco veces que me llame, - solo cinco, que no
soy una sádica -, para que se crea que me han secuestrado y se le quiten las
ganas de perder cobertura, o de hablar cons-tan-te-men-te con su hermana Maruchi, que
para el caso es lo mismo, - Maruchi es mi tía, obviamente -. Se llaman veinte
veces todos los días. ¿De verdad existen tantos temas de conversación entre dos
octogenarias?
Suelto un suspiro digno de la Concha Piquer, y llego al
final de la avenida. No hay nadie, ni un coche. La ley de Murphy, le llaman, a
ver si os creéis que sólo putea con tostadas. Cuando paso la rotonda me
encuentro a una meretriz, monísima y sonriente. Pego un frenazo a su lado, le
sonrío y le hago señas para que se acerque. Ella me dice que no con la cabeza.
Ay, pobre, que se cree que estoy requiriendo sus servicios. Le pito con el
claxon, intento sacar la cabeza como puedo y le grito:
- ¡Nooo!, necesito ayuda.
Viene corriendo hacia el coche, se agacha por la ventanilla
y me pregunta:
- ¿Estarr bien?- Sí, sí. Me he perdido. ¿ITV?
- Da.
Se levanta y me indica:
- Allí, – o sea recto-, redonda, - rotonda -, allí, - a la
derecha -, y allí– a la izquierda -.
- ¡Spasibo! – le doy las gracias en ruso, no es que lo hable,
ni mucho menos, pero me tragué la primera edición de Pekín Express, enterita,
me tenían loca esos rusos que llevaban a los concursantes en sus coches, y se
paraban, cada dos por tres, en mitad de la carretera, abrían el maletero y se
sacaban los vasos de chupito y el vodka, y ¡toma!, lingotazo va. Luego se
volvían a subir al coche muertos de risa mientras los pobres concursantes,
sabiendo que podían morir de un momento a otro en un accidente provocado por su
conductor envodkado hasta las trancas, se encomendaban a todos los dioses del
Olimpo. Me hice adicta, lo confieso. Esa edición fue too much. Todavía la recuerdo… si…
Bueno, vamos bien, derecha…, izquierda… ¡Ya la veo!
¿Pero… What the hell?
– que diría un americano cabreado u/o
asombrado - ¿Qué demonios es eso? – que diría una española desesperada como yo
-.
¿A que no lo adivináis?... Siiiii, ¡han cortado parte de la calzada porque no tienen suficiente con los
milES de kilómetros que ya tienen levantados en este puñetero polígono!
…
No pasa nada. Hace un día gris precioso. No sé a qué huelen
las nubes, pero ahora entiendo perfectamente a las personas que toman Valium.
De hecho, voy a dejar en el buzón de sugerencias de la ITV (ITP), - porque la
pienso llamar así, siempre, desde ya – que, por favor, suministren opiáceos a
sus clientes cuando estos los requieran. – Ya sé que no hay buzones de
sugerencias en las ITV, pero necesito tener una ilusión momentánea para poder
llegar hasta mi inminente destino -. Un respeto, por favor, que estoy
intentando no perder los papeles. Gracias.
Pues nada, me desvío, me incorporo a otra avenida, me
recorro 300 millones de kilómetros y cuando estoy a punto de ver la luz, – como
Carol Anne en Poltergeist –, porque ya veo el cartelito al fondo, me
encuentro otra rotonda, una rotonda carrusel que les llamo yo, llena de coches,
normal, los han desviado todos hasta aquí, con tanta obra de los cojones.
Mientras espero, 11 minutos de reloj, pienso en el Señor Frank Blackmore, que,
para el que no lo sepa, fue el que un día, terriblemente aburrido y resentido
con los conductores de su pueblo, tuvo la brillante idea de crear La Rotonda, y
de aquellos barros estos lodos. Esta información la había mirado en el móvil en
el minuto 2 de espera, tanto tiempo esperando poder pasar, que me he dicho: -
¿Quién inventó este elemento de tortura vial? -. Pues mira, el saber no ocupa
lugar, y ahora, puedes saber en cualquier lugar.
Total, consigo rodear la rotonda, y giro en la primera calle
a la izquierda. Por fin, entro y ¡encuentro aparcamiento dentro a la
primera!... Uy, esto me huele a chamusquina. ¿Toda la mañana dando por saco
Murphy, y ahora tira la toalla?
¡Pues claro que no!, que no me había dado cuenta, pero
cuando introduzco el código en la máquina, me he pasado 20 minutos de la hora
de la cita. Así que, ¡vuelta a pedir cita!
Eso sí, a la chica del mostrador se lo he dicho. Le he
contado lo de las obras. Me ha dicho que ya lo sabe, pero que no es su
problema, que tengo que venir a mi hora. A lo que le he respondido que muy
bien, que el lunes tengo otra cita, y que, si me cogen dos horas y media
después, como suelen hacer SIEMPRE, el problema sí será de ella, y le he hecho
el gesto de “me he quedado con tu cara”. Esta escena, teatralmente, me ha
quedado cojonuda. Claro que ella, después de todo este pequeño acto dramático,
se ha girado hacia la papelera y ha escupido el chicle, - que debía llevar
semanas en su boca, porque ha sonado como un chinarro – vamos, que le ha
importado un carajo.
Al final pongo rumbo a mi casa, escuchando “Sunday Bloody Sunday”, - que yo soy muy
ochentera - con una idea fija en la cabeza, la misma que tenía Schwarzenegger
en Terminator:
VOLVERÉ…
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